LOS HOMBRES-MUJERES DEL PACÍFICO


© Mario Vargas Llosa, 2002.

Cuando Gauguin llegó a Tahití, por primera vez, en junio de 1891, llevaba una cabellera que le barría los hombros, un coqueto tocado de piel roja, y, en general, el atuendo llamativo y provocador que había adoptado desde que renunció a su carrera de agente de la Bolsa, en París. Los indígenas de Papeete, sorprendidos, lo creyeron un mahu, especie rara entre los europeos de la Polinesia. Los colonos explicaron al pintor que, en lengua maorí, el mahu era un hombre-mujer, una variante de los seres humanos que, aunque existía desde tiempos inmemoriales en las culturas de Pacífico, los misioneros católicos y protestantes, empeñados en una pugna sorda entre ellos por el adoctrinamiento de los indígenas, habían, sin embargo, demonizado y prohibido de común acuerdo desde que, a mediados del diecinueve, se aceleró la colonización de las islas.
Sin embargo, la extirpación del mahu de la sociedad indígena resultó un hueso duro de roer, y, al cabo de los años, una ilusión. Disimulado en los asentamientos urbanos, sobrevivió en las aldeas e incluso en las ciudades, recobrando su presencia plena cuando se atenuaban la hostilidad y la persecución oficiales. Y una buena prueba de ello son los cuadros que pintó Gauguin en sus nueve años de vida en Tahití y en las Marquesas, llenos de seres humanos de incierto género, que participan por igual de lo femenino y lo viril con una naturalidad y desenvoltura semejantes a la manera como sus personajes lucen su desnudez, se funden con el orden natural o se entregan al ocio.
En su libro de fantaseadas memorias, Noa Noa, Gauguin relata una experiencia casi homosexual que habría inspirado su cuadro Pape Moe (Aguas misteriosas), en el que un joven andrógino se inclina a beber en una cascada del bosque. En verdad, las pinturas tahitianas de Gauguin seríaan muy distintas y parecerían mucho más arbitrarias sin la existencia tan vasta de los mahu en la sociedad indígena de la que él estuvo tan cerca. Ellos son la materia prima, la secreta raíz, de sus mujeres de sólidos muslos y anchas espaldas tan bien posesionadas de la tierra con sus fuertes plantas y de sus jóvenes afeminados, de lánguidas poses que, a la vez que se estiran para coger los frutos de los árboles, parecen exhibirse, y que adornan sus largas cabelleras con diademas de flores. Es cierto que él inventó a esos inconfundibles personajes; pero, a partir de una realidad humana sobre la que, curiosamente, él que era tan locuaz sobre tantas otras cosas, guardó siempre una reserva empecinada.
Traducir mahu por homosexual es arriesgado porque, incluso en las sociedades más permisivas de nuestros días, acompaña todavía a la noción de homosexual una sombra de prejuicio y discriminación, el supuesto recóndito de una forma de marginalidad, de anomalía. Nada de eso existía entre los polinesios antes de que la Europa cristiana viniera a inyectar una carga de malicia y censura sobre una institución que, hasta la llegada de los europeos, tenía perfecto derecho de ciudad y era universalmente respetada y admitida como una variante legítima de la diversidad humana. La extraordinaria libertad sexual de los maoríes de las islas ha sido objeto de incontables estudios, testimonios y caricaturas desde que las primeras naves europeas irrumpieron en esas islas de belleza paradisíaca. Pero, durante mucho tiempo, se vio en aquella libertad una manifestación de primitivismo pagano, de barbarie. Sólo ahora, que la sociedad occidental va avanzando poco a poco hasta admitir, respecto al sexo, una libertad y una tolerancia comparables a la de las culturas polinésicas, advertimos qué civilizadas y lúcidas eran las pequeñas comunidades maoríes de Pacífico cuando el poderoso Occidente andaba todavía sumergido en el salvajismo del prejuicio y la intolerancia. No sólo lo eran en materia de libertad sexual; también, en la inveterada costumbre de las familias nativas de adoptar a los niños huérfanos o abandonados, costumbre que siguen practicando. (El señor Tetuani, de Mataiea, donde Gauguin vivió unos meses, tenía 25 niños adoptados).
El mahu puede practicar el homosexualismo o ser casto, como una muchacha que hace voto de castidad. Lo que lo define no es cómo ni con quien hace el amor, sino, habiendo nacido con los órganos sexuales del varón, haber optado por la femineidad, generalmente desde la niñez, y, ayudado en ello por su familia y la comunidad, haberse convertido en mujer, en su manera de vestir, de hablar, de cantar, de trabajar y, a menudo también, claro está, pero no necesariamente, de amar.
Una de las razones por que, pese a las prohibiciones de las iglesias, el mahu sobrevivió en la sociedad maorí durante el siglo XIX, fue que contó con la disimulada complicidad de los colonos europeos. Estos buscaban mahus para contratarlos como domésticos -cocineros, niñeros, lavanderos, etcétera-, pues, en esos quehaceres "femeninos" el mahu era tradicionalmente competente, y, según la opinión general, "irremplazable". Pero, además, en determinados bailes, cantos y espectáculos públicos, el mahu es imprescindible también, pues ciertas canciones, danzas y representaciones le son congénitas, expresiones tradicionales de ese tercer sexo podríamos decir, nítidamente diferenciadas de las de la hembra y las del varón.
¿Es verdad que, en la actualidad, a diferencia de lo que ocurría en la sociedad tradicional polinésica, el mahu es, en el noventa por ciento de los casos, de extracción humilde, y que existe algo así como una relación de causa efecto entre el mahu y los sectores más pobres y marginados de la sociedad indígena? (Me apresuro a hacer la salvedad de que "pobreza" y "marginalidad" son conceptos que, en Tahití y las Marquesas, tienen muy poco que ver con los extremos de iniquidad e inhumanidad que expresan esas palabras, por ejemplo, en América Latina). Debe serlo, pues quien me lo dice es un sociólogo de la Universidad de Papeete que estudia hace muchos años la sociedad maorí. Me dice también que, si en el pasado era frecuente que en las familias donde había varios varones, los propios padres decidieran educar a uno de los niños como niña, en la actualidad nadie es mahu por imposición paterna, sólo por libre elección.
En todo caso, aunque, en su mayoría, los mahu procedan de extracción popular, también los segrega en abundancia la burguesía nativa de las islas. Los he visto, por ejemplo, en las aulas universitarias, confundidos con los demás estudiantes, como cliente o empleados en los restaurantes y cafés, y en los oficios protestantes y católicos de los domingos, engalanados con bellos atuendos y tocados, cantando y orando entre los demás parroquianos de alta y media clase social, y sin atraer más miradas impertinentes que las mías.
Confieso mi admiración por la absoluta normalidad con que he visto circular a un mahu en las calles, hoteles, oficinas de la moderna Papeete, o de la remota localidad rural de Atuona, en la isla de Hiva Oa, en las Marquesas. El cocinero del albergue donde estuve alojado en Atuona era un mahu. Se llama Teriki y me contó que entre los once y doce años se dio cuenta de que quería ser mujer. No tuvo el menor obstáculo para que sus padres lo aceptaran; por el contrario, desde el primer momento, la ayudaron, vistiéndola y adornándola como fémina. Me asegura que jamás se ha sentido maltratada o ridiculizada por nadie en Atouna, donde ella y otros mahu -el 10% de los varones de la ciudad, me asegura- lleva una vida normal. Es verdad que tuvieron algunas dificultades, al principio, con el simpático padre Labro, de la misión católica, pero Teriki, con otros mahu de la isla, le explicaron largamente su caso, y, desde entonces, "el párroco nos aceptó".

Sin embargo, un curioso personaje que conozco en Papeete, llamado Cerdan Claude, me asegura que, contrariamente a las apariencias, ya no es tan generalizada la aceptación del mahu en la sociedad polinesia como me lo dicen los ojos. Según él, con la modernidad ha llegado también a la Polinesia el machismo y la homofobia, sobre todo en las noches, en que no es raro ver irrumpir en los barrios prostibularios vecinos del puerto de Papeete banda de matones en pos de mahus para hostigarlos y golpearlos. Cerdan Claude tiene sesenta años y es enteco y misterioso como un personaje de Conrad. Nació en un campamento de la Legión Extranjera, en Argelia, pero no ha sido nunca legionario. Ha recorrido mucho mundo, sido en algún momento boxeador, lleva más de treinta años en Tahití, y ahora escribe novelas. La última es un documental novelado sobre el mundo de los rae rae, palabra que yo creía sinónimo de mahu, pero él me asegura que hay entre ambos una "distancia metafísica". Su larga explicación sobre lo que los diferencia me deja en una confusa tiniebla. Por último, deduzco que, en tanto que el mahu es el hombre-mujer de raíces tradicionales de la sociedad polinésica, el rae rae tahitiano es, más bien, su expresión urbana y moderna, más en sintonía con los dragqueen tijereteados e inyectados de hormonas y de siliconas de Occidente, que con esa delicada recreación cultural, psicológica y social, que es el mahu de la tradición maorí. El mahu forma parte integral de la sociedad y el rae rae vive en sus márgenes. Cerdan Claude parece conocer al dedillo el mundo prostibulario y noctámbulo de los rae rae, entre los que se mueve como pez en el agua y con los que adopta posturas bienhechoras y paternales. Ellos le cuentan sus penas y anhelos y él les da consejos para "sortear los escollos de la vida": lo dice con tanta seguridad que le creo.
El "Piano-Bar" de Papeete, donde Cerdan Claude me lleva un viernes a medianoche, es una discoteca humosa y enorme, en la que alternan rae rae y parejas heterosexuales en perfecta coexistencia. Unos y otros se mezclan todo el tiempo. No es nada fácil detectar las fronteras que separan los sexos -mi impresión es que los separa muy poco o nada- para un profano como yo. Cerdan Claude, en cambio, tiene un ojo zahorí y conoce por su nombre a todo el mundo. Los rae rae vienen, uno tras otro, a saludarlo y besarlo en las mejillas, y él los recibe como un abuelo zalamero. Me los presenta a todos y los incita a que me cuenten sus vidas y a que se dejen fotografiar por mi hija Morgana, algo que aceptan encantados, rebosando buen humor y con curiosidad infantil. Anne, hijo de neozelandés y tahitiana, es una muchacha bellísima, de silueta filiforme, que, dice, tuvo dificultades con sus padres, de niño, cuando empezó a vestirse de mujer. Pero ahora se lleva muy bien con ellos, que no objetan su vida sexual. Cuesta trabajo imaginar que esta risueña chiquilla fuera en algún momento un caballero. Pero así fue, y así lo es en parte todavía, según me cuenta, con mucha gracia y sin pizca de vulgaridad. Ha pasado por los bisturíes de una cirujano que le respingó la nariz y le implantó los inhiestos pechos que exhibe, pero aún no se ha hecho cambiar el falo y los testículos por una vagina artificial, porque la operación cuesta muy cara. Está ahorrando y ya lo hará. Acaba de pasar un par de años en París, donde consiguió buenos contratos modelando, pero la violencia en esa ciudad -donde, una noche, un árabe la amenazó con un cuchillo-, y el frío la devolvieron a la tibia y pacífica Polinesia. Cuando se despide de nosotros, los muchachos del "Piano-Bar" caen sobre Anne como moscas, invitándola a bailar. A ella le escuché esta frase patriótica, la más sorprendente de la noche, y acaso, de toda mi rauda visita a Tahití: "¡Es mil veces preferible ser prostituta en Papeete que modelo en París!".